Donde los Pies Tocan el Cielo
- Santiago Toledo Ordoñez
- hace 1 día
- 2 Min. de lectura
Un joven llamado Amaro, que vivía en un pueblo donde las sonrisas eran escasas y las miradas parecían pesar toneladas. Amaro trabajaba en una pequeña tienda de comestibles, y aunque era amable y trabajador, sentía que algo dentro de él dormía desde hacía mucho tiempo. Era como si su alma hubiera olvidado cómo brillar.
Una noche, después de cerrar la tienda, escuchó música proveniente del viejo teatro abandonado del pueblo. Curioso, empujó la puerta entreabierta y vio una luz tenue y cálida iluminando el escenario. Allí, una mujer mayor, de rostro arrugado pero mirada viva, danzaba sola como si el mundo entero girara a su ritmo.
Amaro se quedó inmóvil, como si algo dentro de él despertara al compás de sus pasos.
—¿Quieres probar? —le dijo la mujer sin dejar de moverse—. No necesitas saber cómo. Solo sentir.
Con algo de vergüenza, Amaro subió al escenario. Sus pies torpes apenas sabían por dónde empezar, pero al segundo paso, al tercer giro, algo comenzó a cambiar. No era perfecto, pero no importaba. Se reía, tropezaba, giraba otra vez… y por primera vez en años, se sentía libre.
Volvió al día siguiente. Y al siguiente. Y cada noche, más personas empezaron a llegar. Primero un niño curioso, luego una madre cansada, un abuelo viudo, una adolescente callada. Todos con un anhelo secreto de recuperar algo perdido. Y todos, poco a poco, redescubrieron el fuego que el baile encendía.
La música no resolvía los problemas, pero los hacía más livianos. El cuerpo se volvía lenguaje, y el alma, testigo de una alegría que no dependía de nada, solo del momento presente.
El pueblo ya no era el mismo. Las calles seguían siendo de piedra, pero ahora bailaban bajo sus pasos. Los ojos se alzaban más seguido, y las sonrisas volvían a aparecer sin razón aparente.
Amaro ya no era solo un joven en una tienda. Era un alma despierta, un cuerpo que danzaba no para ser visto, sino para recordar que la alegría no se compra ni se exige. Se baila.
Y desde aquel día, donde alguien preguntaba cómo sanar el alma, se decía con certeza:
—Baila. Baila hasta que el alma te siga los pasos.
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