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El Galope hacia la Tierra Verde

Durante muchos años, una manada de caballos vivió en una tierra que alguna vez fue fértil. Era un valle ancho, donde el pasto crecía alto y el agua corría clara entre las piedras. Allí los potros nacían fuertes, las crines brillaban bajo el sol y el viento soplaba suave, trayendo olores dulces desde los árboles lejanos. Era un lugar donde se podía vivir con dignidad.


Pero todo eso comenzó a cambiar.


Las lluvias se hicieron más escasas, el cielo se volvió pálido, y la tierra, que antes era blanda y fresca, se endureció como cuero viejo. Los arroyos se secaron uno a uno, y donde antes había verde, ahora había polvo. Cada día el sol caía más pesado sobre sus lomos, y cada noche los sueños eran más inquietos.


Los caballos seguían su rutina, como si no quisieran aceptar que la vida se les escurría entre las patas. Pero no podían negar lo que veían. El pasto se había vuelto escaso y amarillento. Las crías nacían con dificultad, y muchas no sobrevivían más allá del primer mes. Los ojos de los viejos, que en otros tiempos brillaban con la luz del recuerdo, se habían vuelto opacos.


Algo debía cambiar.


Un día, cuando el sol recién despuntaba y las sombras aún eran largas, uno de los caballos más grandes —el que siempre había vigilado en silencio y caminado al frente sin imponer su fuerza— se detuvo en lo alto de una pequeña colina. Desde allí se veía la llanura, seca, agrietada, silenciosa. El viento le trajo un aroma extraño. No era olor a tierra seca. Era… algo fresco, lejano, casi como un susurro de otro mundo.


Bajó la cabeza. Cerró los ojos. Y comprendió.


Debían marcharse.

Esa mañana no hubo relinchos fuertes, ni carreras. Solo una mirada distinta. El caballo caminó hacia el este. Nadie dijo nada. Pero los demás lo sintieron. Primero trotaban, luego galopaban. El polvo se levantó en nubes detrás de ellos, pero por primera vez en mucho tiempo, no les importó.


Estaban yendo hacia algo.


No sabían qué iban a encontrar, ni cuánto tardarían. Solo sabían que no podían seguir quedándose donde la vida ya no crecía.


El viaje no fue fácil.


Día tras día cruzaron tierras desconocidas. Algunas llenas de rocas, otras tan secas que el suelo crujía bajo sus cascos. En una ocasión, debieron rodear una zona donde el fuego había devorado todo. El aire allí aún olía a cenizas. En otra, el grupo se encontró con una tormenta repentina: el cielo rugía y el viento empujaba como si quisiera hacerlos volver.


Algunos pensaron en detenerse. Era tentador. A veces aparecía una pequeña fuente de agua estancada, un parche de hierba que parecía suficiente por un rato. Pero algo dentro de ellos les decía que no era momento de conformarse.


El caballo guía seguía adelante, cada paso suyo era una promesa. No hablaba con palabras, pero sus movimientos eran claros. Los demás confiaban. Era como si sus patas recordaran el camino hacia un lugar que sus ojos aún no podían ver.


Los días pasaban. El grupo se hacía más fuerte. Ya no eran solo una manada escapando del hambre. Eran un cuerpo unido que galopaba hacia un sueño. Había algo hermoso en su andar: la sincronía, la fe compartida, el silencio lleno de significado.


Y entonces, cuando ya nadie sabía cuánto tiempo había pasado, una mañana lo vieron.


Subieron lentamente una colina, y al llegar a la cima… el mundo cambió.


Un valle enorme se extendía ante ellos. Verde, inmenso, vivo. El pasto se movía como un mar bajo el viento. El sol caía suave sobre la llanura, y en el centro, un río ancho y claro brillaba como si estuviera hecho de luz líquida. Pájaros cantaban desde los árboles, y el aire… el aire olía a todo lo que habían perdido.


Por un momento, nadie se movió.


Los ojos se llenaron de algo parecido al asombro, o al llanto. Era difícil saberlo. Los cuerpos temblaban. Y de pronto, sin aviso, uno de los más jóvenes se lanzó al galope colina abajo. Los demás lo siguieron.


Galopaban con fuerza, con alegría, con una libertad salvaje que parecía haber estado esperando todo ese tiempo. Se revolcaban en el pasto, bebían del río sin miedo, trotaban por el placer de sentir el suelo blando bajo sus cascos. Algunos se echaban al suelo simplemente a mirar el cielo.


Habían llegado.


Y allí, bajo ese cielo nuevo, en esa tierra que parecía dibujada por la esperanza, comprendieron algo profundo:


No se trataba solo de encontrar un lugar mejor.Se trataba de atreverse a ir.De no conformarse con lo que se marchita.De escuchar ese llamado interior que a veces solo se siente en el cuerpo, como un instinto, como un recuerdo del alma.


Aquel galope no fue solo un viaje. Fue una transformación.Porque no importa cuán duro haya sido el camino…Siempre hay una tierra verde esperando al que se atreve a avanzar.


Fin.


ree

 
 
 

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