300.000 km/s vs 150.000 km/s: la carrera más impresionante del cielo⚡🌟
- Santiago Toledo Ordoñez
- 24 may
- 2 Min. de lectura
Era una noche de verano en el campo. El cielo se cubría de nubes negras mientras un niño llamado Leo observaba desde la ventana, con los ojos muy abiertos. El aire olía a tierra mojada y la electricidad parecía flotar en el ambiente. De repente, un destello blanco cruzó el cielo como una lanza, seguido —unos segundos después— por un estruendo que hizo vibrar los vidrios.
—¡¿Qué fue eso?! —gritó Leo, sorprendido.—Un rayo, y luego el trueno —respondió su abuelo con una sonrisa—. ¿Sabes por qué siempre ves el rayo antes de escuchar el trueno?
Leo negó con la cabeza, aún con el corazón acelerado. El abuelo se sentó a su lado y, con voz pausada, comenzó una historia que Leo jamás olvidaría.
La historia de la carrera más rápida del universo
Hace mucho tiempo, en los inicios del universo, se organizó una carrera entre los fenómenos más veloces de la naturaleza. Los participantes eran muchos: el sonido, el viento, los rayos... pero todos sabían que había uno invencible: la luz.
La luz era la favorita, porque nadie podía superarla. Viajaba a 300.000 kilómetros por segundo —tan rápido que podía darle la vuelta a la Tierra ¡7 veces en un solo segundo!
El rayo, orgulloso de su poder, quiso competir igual. “No seré el más rápido, pero soy el más brillante y estruendoso”, dijo con un trueno en la voz. Y tenía razón: aunque solo viajaba a 150.000 km/s, su aparición siempre dejaba huella.
El sonido también participó, pero con humildad. Sabía que solo avanzaba a 343 metros por segundo, como un caracol en una autopista. Su papel era otro: llegar al final con fuerza, para recordarle a todos que incluso lo lento puede ser poderoso.
Una tormenta, una lección
Leo escuchaba fascinado mientras afuera seguían cayendo rayos.—Entonces, ¿por eso primero veo la luz y después escucho el trueno? —preguntó.—Exactamente —respondió el abuelo—. La luz te gana la carrera por mucho. Y si quieres saber qué tan lejos está la tormenta, solo cuenta los segundos entre el rayo y el trueno. Divide por tres, y sabrás cuántos kilómetros hay entre tú y el relámpago.
Leo asintió. Empezó a contar con cada nuevo rayo, como si pudiera cronometrar el universo con solo sus dedos. De pronto, los fenómenos ya no eran cosas lejanas: eran personajes de una historia que corrían por el cielo, y él era el espectador privilegiado.
Epílogo: Lo invisible que nos conecta
Aquella noche, Leo aprendió algo más que física. Entendió que incluso los rayos y la luz tienen su propia narrativa, y que en el fondo, todo en la naturaleza está lleno de ritmo, personajes y lecciones.
Y cada vez que el cielo estallaba en luces y sonidos, sonreía... porque sabía quién ganaría la carrera.

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