Cuando el silencio cambia la forma de sentir
- Santiago Toledo Ordoñez
- 11 jun
- 3 Min. de lectura
Durante años, fue reconocido por su eficiencia. Tenía una mente clara, objetivos bien definidos y resultados visibles. Su calendario estaba lleno, su reputación era impecable y su entorno lo admiraba.
Sin embargo, cada vez que se quedaba solo, había una especie de incomodidad que no lograba explicar. No era tristeza, tampoco ansiedad. Era como una presencia constante que no se dejaba ignorar. Un susurro interno que decía: “Esto no es todo.”
Una tarde cualquiera, aceptó una invitación que evitaba hace tiempo: pasar unos días sin hablar, sin distracciones, sin tareas. Solo consigo mismo. No sabía por qué aceptó. Tal vez por cansancio, tal vez por curiosidad, tal vez por una parte suya que pedía atención.
Los primeros días fueron incómodos. Demasiado tiempo para pensar. Demasiadas emociones acumuladas. No había dónde esconderse: sin pantalla, sin agenda, sin pretextos. Solo la conciencia, despierta, mirándolo todo.
Pero algo sucedió en un momento aparentemente insignificante. Caminaba por un jardín, sin rumbo, cuando vio a una persona mayor sentada al borde del sendero, recogiendo hojas secas del suelo. Lo hacía con calma, con cariño, como quien cuida un objeto sagrado. No parecía tener prisa. Ni buscar algo. Simplemente estaba ahí, en paz.
Esa imagen lo detuvo. No por lo que hacía esa persona, sino por lo que él mismo sintió: una emoción que no venía del pensamiento, sino de algo más profundo. Era una mezcla de suavidad, comprensión y presencia. Por un instante, sintió una pausa dentro suyo. Como si toda la presión interna se hubiera rendido al silencio.
Desde ese momento, algo cambió. No de forma dramática ni visible. Más bien como una capa invisible que se iba soltando.
Volver a lo cotidiano… con otra mirada
Al regresar a su rutina, notó que su entorno seguía igual. Pero su manera de relacionarse había cambiado. Empezó a escuchar de forma distinta. Ya no con la urgencia de responder, sino con la intención de comprender.
También comenzó a agradecer. No como una estrategia para sentirse mejor, sino como un gesto real. Por la conversación honesta con un colega. Por el esfuerzo silencioso de alguien del equipo. Por los pequeños momentos en los que podía estar sin hacer, solo siendo.
Se dio cuenta de que había emociones que había olvidado experimentar: la ternura, la gratitud, el respeto genuino, la compasión sin drama. No eran emociones llamativas, pero sí profundas. Y se mantenían incluso cuando todo alrededor era caos.
Comenzó a practicar el arte de no reaccionar. A dejar espacios entre estímulo y respuesta. A preguntar más y afirmar menos. A cuidar su lenguaje. A decir “gracias” con el corazón, no con rutina.
Una nueva forma de estar
Con el tiempo, notó que su liderazgo no se debilitaba por actuar con calma. Al contrario, se volvía más sólido. No necesitaba imponer, porque su presencia generaba confianza. Sus decisiones eran más claras, porque ya no nacían del miedo, sino de la claridad.
No hablaba de cambios internos, ni escribía discursos sobre bienestar. Simplemente vivía distinto. Y quienes lo rodeaban lo notaban.
Cuando le preguntaban qué había pasado, solía decir:
“Aprendí a quedarme conmigo mismo sin incomodarme.A ver sin juzgar.A estar sin controlar.Y a sentir… sin tener que explicarlo todo.”
No había un punto de llegada. Solo un ritmo diferente. Un estado de conciencia más amable. Un corazón menos endurecido.
Y aunque las exigencias del mundo seguían ahí, su forma de responder ya no era la misma. Porque ahora sabía que lo más valioso no siempre hace ruido.

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