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El Espejo Infinito

Darío era un hombre sencillo, de esos que parecían vivir al margen de las grandes turbulencias del mundo. Tenía un pequeño taller de relojería en una calle estrecha, empedrada y olvidada del centro de la ciudad. Cada mañana, antes de abrir, limpiaba los cristales del escaparate, no porque esperara clientes a montones, sino porque le gustaba ver cómo el sol de primera hora se reflejaba en ellos, como si dentro hubiera algo más valioso que relojes.


Desde joven, Darío había sentido una extraña fascinación por dos mundos opuestos: lo minúsculo y lo infinito. Podía pasar horas examinando el engranaje de un reloj con una lupa, maravillándose por la precisión con la que un resorte podía marcar el compás de los segundos. Pero también podía pasar noches enteras en la azotea de su taller, contemplando el cielo estrellado, como si en el fondo estuviera buscando una respuesta que nunca llegaba del todo.


El reloj que no quería funcionar

Un día, una anciana llegó con un reloj de bolsillo muy antiguo. La esfera estaba agrietada, el cristal rayado, y las manecillas detenidas en una hora que parecía imposible: las 11:11.—Este reloj —dijo la anciana con voz suave— perteneció a mi abuelo. Nunca más volvió a funcionar desde que él partió. Pero dicen que quien logre repararlo podrá ver el tiempo de otra manera.


Darío aceptó el desafío. El mecanismo era complejo, más que cualquier otro que hubiera visto. Mientras lo desmontaba, descubrió algo extraño: las piezas no estaban hechas solo de metal, sino de un material que parecía vibrar suavemente, como si tuviera un pulso propio.


Durante días, trabajó en silencio. Cada engranaje que colocaba parecía abrir una imagen fugaz en su mente: un desierto iluminado por dos soles, un mar de nubes sobre una ciudad flotante, una estrella que estallaba en un cielo desconocido.


La noche de la revelación

Era medianoche cuando finalmente ajustó la última pieza. El reloj comenzó a latir, pero no de la forma habitual. Cada "tic" resonaba como un eco en su pecho, y cada "tac" parecía expandirse hacia el infinito. Entonces, la lupa sobre su mesa se iluminó, y en su cristal apareció un reflejo que no era el de su taller, sino el de un universo entero.


Vio galaxias espirales girando como engranajes perfectos, nebulosas desplegándose como nubes de tinta en agua, y diminutas partículas subatómicas danzando al mismo ritmo que las estrellas. Entendió que lo que había en su mesa no era un simple reloj: era un mapa viviente del cosmos.


Darío sintió que caía dentro de ese reflejo. Ya no estaba en su taller, sino flotando en un espacio infinito donde podía ver, al mismo tiempo, lo más pequeño y lo más grande. Una célula humana se transformaba en un sistema solar, y un átomo en una galaxia lejana. Cada pulso de su corazón hacía vibrar constelaciones enteras, y cada respiración movía vientos cósmicos que cruzaban siglos de historia estelar.


El Guardián del Umbral

En medio de esa inmensidad apareció una figura luminosa, ni hombre ni mujer, envuelta en una túnica hecha de polvo de estrellas.—Has cruzado el umbral entre el microcosmos y el macrocosmos —dijo con una voz que era al mismo tiempo un susurro y un trueno—. Aquí todo es reflejo de todo. Lo que sucede en una célula sucede en una galaxia. Lo que vibra en tu pensamiento se expande hasta los confines del universo.


Darío comprendió entonces que el tiempo no era una línea, sino un océano; que cada instante contenía todos los instantes, y que él, como cualquier ser vivo, era un puente entre lo invisible y lo infinito.


El regreso

Cuando abrió los ojos, estaba de nuevo en su taller. El reloj marcaba las 11:12, como si el tiempo hubiera avanzado solo un minuto. Sin embargo, Darío sabía que había pasado mucho más: quizás siglos, quizás un parpadeo eterno.


Desde aquel día, sus relojes ya no eran simples instrumentos para medir el tiempo. Cada uno llevaba grabada una inscripción diminuta, casi invisible, en el borde interior de la esfera:"Dentro de ti hay un universo entero."


Y quienes adquirían uno de sus relojes —sin saber por qué— comenzaban a mirar el cielo de noche con un asombro renovado, como si hubieran recordado algo que siempre habían sabido.


Epílogo

Años después, cuando Darío murió, los relojes que había fabricado dejaron de marcar el tiempo de manera convencional. Algunos se detenían en momentos significativos para sus dueños, otros adelantaban o atrasaban como si obedecieran a un ritmo distinto. Y en cada uno, si se observaba con una lupa, se podía ver un reflejo fugaz de estrellas, como un recordatorio eterno de que todo, absolutamente todo, está conectado.



 
 
 

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