El Hater Presencial y la Hater Online
- Santiago Toledo Ordoñez
- 24 jun
- 3 Min. de lectura
En la misma ciudad donde florecían ferias de emprendimiento, coworks, podcasts sobre éxito y clases de pitch, también vivían dos fuerzas silenciosas que, sin saberlo, compartían una misma energía: la del juicio sin causa.
Gaspar, conocido en los eventos como “el hater presencial”, era ese tipo que siempre asistía a charlas de emprendimiento… pero nunca para aprender. Él iba a cuestionar, a ridiculizar, a levantar la ceja y decir en voz alta lo que muchos pensaban pero no se atrevían a decir… aunque él lo decía sin filtro y sin empatía.
—¿Y tú vendes jugos detox? ¿De verdad crees que eso es un negocio o solo un capricho de moda?—¿Y tú haces velas aromáticas con “intención”? ¿Qué es eso, brujería vegana?
Gaspar no construía. Destrozaba. Se disfrazaba de “realista”, pero en realidad era miedo disfrazado de arrogancia.
En paralelo, Maite, bajo el seudónimo @LagrimadelCactus, era la pesadilla digital de todo emprendedor con presencia online. Su cuenta se dedicaba a exponer, “desenmascarar” o simplemente burlarse de proyectos pequeños.
—“Otra más que vende cupcakes creyendo que es empresaria. Digna de una serie de Netflix que nunca vería.”—“Emprender no es ir a Bali a vender cursos de cómo ser feliz. Es trabajo. Dejen de romantizar la mediocridad.”—“Lo peor: ‘marca personal’. ¿Te llamas tú misma ‘marca’? JAJAJA.”
Miles la seguían. Y a ella le encantaba. Cada RT, cada “uf, qué verdad”, reforzaba su rol de policía sarcástica del ecosistema emprendedor.
Pero un día, ambos fueron invitados, sin saberlo, al mismo encuentro de microemprendedores con impacto social, donde se hablaría de innovación en comunidades vulnerables. Gaspar llegó por compromiso. Maite, por curiosidad.
Ahí conocieron a Valentina, una mujer que vendía pan integral con semillas cultivadas por mujeres mapuche en el sur. Con lo que ganaba, financiaba talleres para madres solteras en su población.
También a Luis, que con una aplicación muy sencilla enseñaba matemáticas a niños sin acceso a Internet en zonas rurales.
Gaspar hizo una mueca.
—¿Y eso da plata?
Maite lo tuiteó.
“Nuevo nivel de humo: app para enseñar con cero tecnología. ¿Qué es esto, volver al ábaco?”
Pero algo cambió.
Luis, que los escuchó, se les acercó con una sonrisa sin resentimiento y dijo:
—Sé que hay gente que no cree en lo que hacemos. Yo tampoco creía. Hasta que vi a un niño enseñarle fracciones a su hermana usando piedras del patio. Ahí entendí que el valor no está en lo que vendes, sino en para quién lo haces.
Silencio.
Gaspar por primera vez no tuvo respuesta inmediata. Maite no pudo tuitear. Se quedaron mirándolo.
A lo largo del evento, más emprendedores contaban sus historias. Ninguno con millones, ninguno viral. Pero todos con propósito. Y eso, para sus corazones endurecidos, fue como una grieta.
Al final del día, Maite borró varios tuits. Gaspar no habló más. En sus ojos, por primera vez, no había burla, sino algo parecido a respeto.
Y esa noche, cada uno en su mundo, escribió.
Gaspar: “Hoy entendí que opinar no es construir. Y que el que nunca ha emprendido, debería hablar menos y escuchar más.”Maite: “A veces, criticar es más fácil que intentarlo. Hoy vi a gente haciendo magia con nada. Quizás el verdadero humo era el mío.”
Moraleja:
Criticar a quien emprende, sin saber su historia, es como escupir contra el viento. Porque el que lanza juicios, tarde o temprano, se topa con una verdad más poderosa: la del que sí se atrevió.
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