🌑El Hijo del Pantano: Nacimiento del Loto Eterno 🌑
- Santiago Toledo Ordoñez
- 10 jun
- 3 Min. de lectura
Prólogo: el Tiempo se Detuvo
Antes de que el mundo se llamara mundo, cuando el tiempo aún era un suspiro contenido entre dos silencios, los elementos no se reconocían entre sí. El fuego dormía en las entrañas de la tierra, el viento vagaba sin dirección, y el agua, espesa y turbia, reposaba en los rincones olvidados del mundo.
En uno de esos rincones, el más oculto, donde ni la luna se atrevía a mirar, existía un pantano. Era profundo, inmóvil, lleno de sombras y raíces muertas. Un lugar donde los sueños se hundían y la esperanza no echaba raíces. Nadie hablaba de él. Nadie quería recordarlo.
Pero incluso en la mayor oscuridad, hay algo que late.
Capítulo I: La Semilla y el Silencio
Una noche sin estrellas, una semilla cayó del cielo.
Nadie supo de dónde vino. Algunos decían que era una chispa que se escapó del corazón de un dios cansado. Otros, que era una lágrima endurecida de un anciano celestial que ya no creía en la redención. Sea cual fuera su origen, cayó, sin ruido, en el corazón del pantano.
La semilla no sabía quién era. No sabía qué debía hacer.
Solo sabía que estaba viva.
Y así, en el silencio más denso, decidió quedarse. Se hundió en el barro, se dejó envolver por lo muerto, y esperó. Durante años —quizá siglos— no se movió. Solo escuchaba. A veces, el crujido de una raíz. Otras, el eco de algo que moría más arriba. Pero dentro de ella, una fuerza se contenía, sin nombre ni dirección.
Hasta que una voz antigua se alzó desde lo profundo:
“No eres barro, aunque hayas nacido en él. Despierta.”
Capítulo II: La Fuerza que Empuja
Entonces el joven brote se estremeció. Aún sin nombre, sin forma, algo dentro de él comenzó a expandirse. No era rabia, ni miedo. Era voluntad. Pura. Instintiva. Primigenia.
El barro lo abrazaba. Las raíces muertas se le enredaban como cadenas. El agua lo empujaba hacia abajo. Todo decía: “Quédate. Aquí es seguro. Aquí nadie fracasa porque nadie intenta.”
Pero él ya no podía quedarse quieto.
Con esfuerzo, comenzó a empujar. A romper el barro. A abrirse paso. Milímetro a milímetro, día tras día. Cada ascenso era un duelo. Cada noche, una tentación de rendirse. El pantano le hablaba en susurros crueles: “¿A quién le importa si logras salir? ¿Qué diferencia harás?”
Y aun así, el brote seguía.
Porque no se trataba del resultado, sino del llamado interno que no lo dejaba dormir.
Capítulo III: El Primer Contacto con el Aire
El ascenso duró tanto que el joven tallo dejó de contar los días.
Pero una mañana sin nubes, algo cambió. Su punta, agrietada y cansada, tocó algo distinto. El agua ya no lo envolvía. Había alcanzado la superficie.
El aire lo golpeó como un relámpago tibio. Por primera vez, sintió el sol. No como calor, sino como una voz sin palabras que lo reconocía:
“Eres mío. He esperado por ti.”
El tallo se mantuvo erguido. Ya no era solo impulso, era dirección. Sabía que había nacido para eso. Que todo el dolor, todo el lodo, todas las voces que intentaron retenerlo eran parte del diseño.
Y entonces, como quien ha cumplido su destino, floreció.
Capítulo IV: El Hijo del Barro
Del tallo surgió una flor como no se había visto antes. Fuerte, amplia, elegante. Masculina en su forma, pero serena como el silencio interior de un guerrero que ya no lucha con el mundo, sino consigo mismo.
Los animales del pantano se detuvieron.
El agua se volvió transparente por un momento.
La luz descendió como una bendición no pedida.
Y la flor del loto se abrió.
No para mostrarse, no para impresionar. Sino simplemente porque era lo que estaba destinado a ser.
Epílogo
El hombre que emergió del barro no olvidó su origen.
Se quedó cerca del pantano. No como prisionero, sino como testigo. Entendía que su fuerza no vino a pesar del lodo, sino a través de él. Que no había luz sin sombra, ni pureza sin confrontación interna.
Cada vez que una nueva semilla caía, él la escuchaba. No intervenía, no la protegía del dolor. Solo susurraba desde la orilla:
“No temas. No estás solo. Yo también fui barro.”
Y así, generación tras generación, el pantano dejó de ser una tumba y se convirtió en un santuario. Un lugar sagrado donde la fuerza masculina no se mide por el dominio, sino por su capacidad de elevarse sin olvidar lo que lo hizo hombre.
La flor del loto, al final, no era solo una flor.
Era un camino.
Y el hijo del pantano, una lección viva:
Que todo aquel que se atreve a nacer desde la oscuridad... es capaz de sostener la luz.

PD: querido o querida pensador concreto que interpreta las cosas de forma literal, la historia utiliza metáforas.
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