El Rayo y la Semilla
- Santiago Toledo Ordoñez
- 16 may
- 1 Min. de lectura
En un rincón olvidado del mundo, donde el cielo parecía respirar con fuerza y la tierra dormía bajo siglos de silencio, una tormenta comenzó a gestarse. No era una tormenta común. Era antigua, sabia, como si viniera del corazón mismo del universo.
Las nubes se arremolinaron en lo alto, oscuras y pesadas. Los árboles callaron. Los animales se escondieron. Y entonces, cayó.

Un rayo.
No fue cualquier destello de luz. Fue una lanza divina, una chispa del misterio eterno, que atravesó el cielo con un rugido feroz y golpeó un punto exacto del suelo: una llanura olvidada, donde nada crecía.
El impacto sacudió todo.
Pero no destruyó. No quemó. No arrasó.
Allí, justo en el cráter humeante, quedó algo. Una semilla luminosa, como un corazón palpitante de fuego y luz. La tierra, sorprendida, comenzó a abrirse a ella. La abrazó. Y algo nuevo nació.
Durante días, el cielo permaneció en calma, como si esperara.
Luego, del suelo brotó un árbol. Alto, poderoso, de hojas doradas y corteza azulada. Sus raíces se hundieron profundo, conectando con los sueños del mundo. Su copa se alzó al cielo, hablando con las estrellas.
Los humanos vinieron. Lo vieron. Lo sintieron.
Y entendieron.
No era solo un árbol. Era un puente. Un mensaje. Una señal de que el cielo aún escucha, de que la tierra aún responde. Un símbolo de que, incluso en la oscuridad más densa, puede caer un rayo que no destruye, sino que despierta.
Y desde entonces, cada vez que una tormenta ruge en lo alto, algunos levantan los ojos… esperando que, tal vez, caiga otro rayo. Otro despertar.
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