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La piedra que observaba

Una historia sobre presencia, constancia y tiempo.


En un valle seco al pie de unas colinas bajas, un pequeño caserío con no más de treinta casas de adobe. El sol caía fuerte casi todo el año y el viento levantaba polvo por las tardes. No había mucho: un par de cabras por familia, algunos árboles dispersos, un pozo comunal y una escuela donde los niños aprendían a leer, escribir y contar con piedritas.


A la salida del caserío, comenzaba una cuesta suave que llevaba al único manantial que daba agua durante todo el año. Las familias se turnaban para ir a buscar agua en baldes metálicos. Era una tarea que, por costumbre, solían hacer los niños desde muy pequeños.


Uno de esos niños era Tomás. Tenía ocho años, cabello oscuro, piernas flacas y manos firmes. Cada día, después de la escuela, tomaba dos baldes —uno en cada mano— y caminaba por la senda hasta el manantial. Tardaba unos cuarenta minutos entre ir, llenar los baldes, y volver. Siempre pasaba por el mismo lugar, por la misma curva, por los mismos arbustos resecos, y por una roca grande que sobresalía junto al camino.


La roca estaba ahí como una cosa más. De lejos parecía redonda, pero al acercarse se veían sus bordes irregulares, como si alguien la hubiera golpeado con un martillo hace mucho tiempo. Tenía grietas, musgo seco, y marcas que el niño no entendía. No era hermosa ni llamativa. Nadie hablaba de ella.


Pasaron semanas. Tomás seguía caminando cada día por el mismo sendero. Un día, mientras regresaba con los baldes llenos, se le dobló un tobillo. El dolor fue fuerte y se sentó, sin saber bien qué hacer. Lo único cercano era la roca. Apoyó la espalda en ella y se quedó quieto, esperando que el dolor pasara. El sol comenzaba a bajar y los pájaros volaban hacia el oeste. Tomás miró el horizonte con la cabeza recostada. Por primera vez, se dio cuenta de que esa piedra estaba tibia. No solo tibia por el sol, sino por dentro, como si tuviera vida. Le dio una extraña sensación de calma.


Desde entonces, aunque ya no le dolía el tobillo, Tomás empezó a detenerse junto a la roca cada tarde. A veces se sentaba con los baldes vacíos antes de ir al manantial, otras veces lo hacía al volver. Comenzó a llevar un trozo de pan para comer ahí, mirando el paisaje. La roca no cambiaba. No se movía. No reaccionaba. Pero siempre estaba.


Pasaron los años. Tomás creció. Fue a la ciudad a estudiar. Trabajó, conoció otras formas de vida. A veces le iba bien, otras veces no tanto. Tuvo momentos de entusiasmo y también de duda. Hubo días en que no sabía si estaba haciendo las cosas bien o si estaba completamente perdido. Recordaba el valle, a su familia, a los perros flacos que lo seguían por el camino. Pero, por sobre todo, recordaba la roca. Esa presencia firme que nunca cambiaba.


Una tarde, más de quince años después, regresó al valle. Sus padres ya no vivían, la casa estaba cerrada y el pozo seco. El caserío era más pequeño. Caminó sin decir mucho. No fue a la plaza ni al antiguo colegio. Solo tomó la cuesta, como cuando era niño, y subió por el camino de siempre.


Ahí estaba la piedra. Igual que antes. No más chica ni más grande. Con nuevas marcas quizás, pero con el mismo color gastado. Tomás se sentó. No traía baldes, no había agua que buscar. Solo se sentó. Puso la palma de su mano sobre la piedra y, como años atrás, sintió ese calor suave que salía de su interior.


No lloró, no dijo nada. Solo respiró hondo y dejó que el cuerpo descansara. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió la necesidad de correr, responder correos, tomar decisiones, o demostrar nada. Era como si todo tuviera permiso para detenerse un momento. Como si esa roca le estuviera diciendo, sin decir nada: “Estoy aquí. Y tú también lo estás. Eso basta.”


Tomás se quedó allí hasta que el sol comenzó a caer detrás de los cerros. Cuando se levantó, el cuerpo le dolía un poco —como cuando era niño y subía con los baldes—, pero en su interior, todo parecía estar en orden. Sin plan, sin apuro, sin más palabras.

Volvió a bajar. Y aunque la vida seguiría con sus ruidos, sus tareas y sus cambios, algo en él había recuperado un centro. Como si esa roca, simplemente al estar, le hubiera recordado algo que él había olvidado.

 
 
 

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