Las Mandalas del Infinito
- Santiago Toledo Ordoñez
- hace 12 minutos
- 5 Min. de lectura
En una región donde el sol parece detenerse para contemplar la tierra —entre salares antiguos y cordilleras que custodian secretos olvidados— vivía un joven llamado Amaro. No era un joven común. Desde pequeño, percibía patrones en todo lo que lo rodeaba: el vuelo de los pájaros, las grietas en los muros, los sueños de los ancianos, incluso el ritmo del llanto de los recién nacidos. Su mente estaba llena de formas que giraban, colisionaban y se expandían sin cesar. Círculos dentro de círculos. Mandalas.
Amaro vivía con su abuela Kunturay, una mujer sabia que hablaba con las estrellas como si fueran viejas amigas. Sus ojos eran oscuros como el abismo del universo, y su voz tenía la ternura de la tierra húmeda. Ella le enseñó a escuchar los silencios, a leer el lenguaje de los símbolos y a sentir los movimientos del alma. Fue ella quien le habló por primera vez de las Mandalas del Infinito.
“No son solo dibujos, Amaro”, le dijo una noche bajo el cielo cargado de estrellas.“Son portales vivos, espejos del alma universal. Aquellos que logran leer sus capas, uno por uno, atraviesan los límites del yo y despiertan lo eterno en sí mismos.”
Cuando ella murió, Amaro sintió que una parte de su mundo se rompía, pero otra —más profunda, más luminosa— comenzaba a nacer. Desde entonces, empezó a soñar todas las noches con una figura de luz, una mujer con un rostro que cambiaba cada vez que la miraba. A veces era joven, otras veces anciana; otras, ni mujer ni hombre, solo energía. Ella se presentaba como Isabela, la Guardiana del Centro, y le mostraba mandalas girando en el espacio, llenas de símbolos que su mente no entendía, pero que su alma sí.
Cada vez que despertaba, una nueva imagen aparecía en su cuaderno de notas, como si su mano se moviera sola por las noches. Las mandalas eran complejas, imposibles de replicar del todo, llenas de patrones entrelazados y simetrías ocultas. Lo más inquietante era que algunas coincidían con dibujos hallados en cuevas ancestrales, códices indígenas, o incluso en templos orientales que jamás había visitado.
La voz de Isabela seguía repitiéndole en sueños:
“Cuando entiendas los siete centros, el mapa se abrirá.Cuando atravieses el vacío, la memoria universal te recordará.”
El Viaje Inicia
Impulsado por una mezcla de curiosidad, anhelo y destino, Amaro dejó su pueblo y emprendió un viaje hacia el desierto de Atacama. No buscaba un lugar específico, sino un estado de conciencia. Llevaba consigo una mochila con agua, su cuaderno de mandalas, un cuarzo que le había regalado su abuela, y una profunda certeza: algo lo llamaba.
El primer destino fue el Valle del Arco Solar, un sitio escondido donde las rocas formaban arcos naturales. Allí conoció a un anciano ciego llamado Tupaq, quien decía ver más con el corazón que con los ojos.
—Estás buscando las puertas invisibles —le dijo Tupaq sin que Amaro dijera una sola palabra—.—¿Cómo lo sabes? —preguntó Amaro, sorprendido.—Porque las mandalas vibran en ti. Has venido a recordar lo que tu alma ya sabe.
Tupaq le enseñó la primera clave: la quietud. Le pidió que observara una roca durante tres días sin moverse, sin hablar, sin distraerse. Al principio fue insoportable. Luego, los pensamientos comenzaron a diluirse. Finalmente, en el tercer día, Amaro vio cómo la roca respiraba. No era una alucinación, sino una revelación: todo lo que existe está vivo y en movimiento, incluso lo que creemos que es estático.
Allí dibujó su primera mandala consciente: la del Silencio Primordial.
Las Siete Mandalas
A lo largo de los siguientes meses, Amaro atravesó siete etapas, cada una custodiada por una mandala viviente:
1. Mandala del Perdón
En una cueva cercana al Salar de Tara, soñó con su padre, que lo había abandonado siendo niño. Despertó llorando. Entendió que no podía seguir su camino si no soltaba ese rencor. Perdón no significaba justificar, sino liberarse del vínculo doloroso. Al perdonar, dibujó la mandala del agua que purifica y fluye.
2. Mandala de la Verdad
En el Valle del Viento, una tormenta lo obligó a refugiarse en una grieta. Allí escuchó sus propias mentiras internas: las excusas, los disfraces, los miedos. Decidió dejar de esconderse. Esa noche, dibujó una mandala con líneas rectas y centros expuestos: la verdad como un sol que no teme brillar.
3. Mandala del Amor Sin Condición
En un oasis donde una mujer le ofreció ayuda sin esperar nada, comprendió el amor que no exige, no posee, no manipula. Un amor que solo da, y en ese dar se llena. Su mandala fue un corazón rodeado de espirales abiertas.
4. Mandala del Propósito
En una montaña sagrada, escuchó la voz interior que decía:
"Tu misión no es cambiar el mundo, sino recordar al mundo quién es."Su mandala tenía una flecha circular que apuntaba al centro: el camino no es lineal, sino un regreso.
5. Mandala del Dolor Sagrado
En una noche de fiebre, soñó que moría. Fue atravesado por todos los dolores de su vida. En vez de escapar, los abrazó. Y en el dolor, encontró semillas de compasión. Su mandala era oscura, pero con luz emergiendo desde las grietas.
6. Mandala del Vacío
En una duna infinita, comprendió que debía soltarlo todo: su nombre, su historia, su búsqueda. Fue un momento de rendición total. El viento borró todas sus huellas. Su mandala era un círculo blanco sobre fondo blanco: nada, y a la vez, todo.
7. Mandala del Recuerdo
En la cima de un cerro, al mirar el horizonte, lo comprendió: él era la mandala. Todo su viaje había sido un espiral hacia el centro de su propio ser. El universo entero era una gigantesca mandala viviente, y cada persona, un punto sagrado en ella.
Allí, Isabela apareció una última vez, no como visión, sino en carne y hueso. Sus ojos tenían todos los colores, y su sonrisa era la de su abuela.
—Amaro, ahora puedes recordar.—¿Recordar qué?—Que tú no buscabas las mandalas.Las mandalas te buscaban a ti.
El Regreso al Mundo
Amaro volvió al mundo cotidiano. Pero él ya no era el mismo. No hablaba mucho. No necesitaba hacerlo. Su presencia era su mensaje. Comenzó a dibujar mandalas en murales, a tallarlas en madera, a enseñarlas en plazas. Pero más que enseñar a dibujar, enseñaba a escuchar el diseño interior de cada uno.
Personas de todo tipo comenzaron a acercarse: niños, científicos, artistas, enfermos, líderes. Todos buscaban lo mismo: recordar su forma sagrada.
Un día, una mujer que había perdido a su hijo le preguntó:—¿Qué son realmente las mandalas del infinito?Amaro respondió con una lágrima y una sonrisa:—Son el lenguaje que Dios dejó escrito en cada alma para que nunca olvidemos de dónde venimos.
Y así, mientras la humanidad seguía avanzando entre ruido, prisas y pantallas, en algún rincón de la tierra, un joven dibujaba silenciosamente el mapa invisible del alma universal, girando, girando, girando… hacia el centro.




Commenti