Los Gigantes Verdes de El Olivar: Crónica de los Ficus de Lima
- Santiago Toledo Ordoñez
- 9 may
- 4 Min. de lectura
Lima, ciudad de cielos grises y memorias que caminan con los siglos, guarda en su corazón un bosque donde el tiempo parece ralentizarse. Allí, en el distrito de San Isidro, entre calles silenciosas y residencias que guardan secretos de otras épocas, se encuentra el Parque El Olivar, un vestigio vivo de la historia y del alma verde de la capital. Aunque su nombre evoca los olivos que fueron traídos desde España hace siglos —y que aún se alzan, delgados y plateados, como antiguos centinelas—, hay otros árboles que, silenciosamente, han ganado su lugar como verdaderos protagonistas del paisaje: los imponentes Ficus benjamina, conocidos también como laureles de la India.
Estos ficus no se contentan con existir; ellos se imponen. Alcanzando alturas de hasta 25 o 30 metros, con copas que se expanden como cúpulas vivas y raíces aéreas que cuelgan como cortinas vegetales desde las ramas más altas, cada uno parece haber sido esculpido por el viento y el tiempo. No se trata simplemente de árboles: son columnas de una catedral natural que cobija a aves, ardillas, insectos, y a los propios limeños que buscan un momento de respiro bajo su sombra.
En la historia no escrita del parque, estos ficus llegaron como acompañantes exóticos a mediados del siglo XX. Al principio eran pocos, jóvenes y discretos. Pero con los años fueron alzándose con una nobleza distinta, sin competir con los olivos, sino más bien complementando su sobriedad mediterránea con exuberancia tropical. En algunas zonas del parque, especialmente cerca del estanque y de la calle Los Ficus —llamada así en su honor—, han llegado a formar verdaderas bóvedas de follaje, tan densas que filtran la luz como si fuera agua sagrada.
Caminar por allí es una experiencia sensorial. El aire huele distinto bajo sus ramas: más fresco, más limpio. Las hojas, pequeñas y brillantes, parecen espejos diminutos que reflejan fragmentos del cielo limeño. Hay algo en su presencia que impone respeto: no es raro ver a personas que, sin saber por qué, bajan la voz al pasar junto a ellos, como si esos árboles pudieran escuchar, o más aún, juzgar.
Entre los más admirados hay uno, casi escondido entre senderos de grava, que ha sido apodado por los vecinos como “el anciano”. No hay registro exacto de su edad, pero por el grosor de su tronco y la forma en que sus raíces se entrelazan con la vereda, se estima que tiene más de 70 años. Su copa es tan amplia que, en las tardes de verano, puede ofrecer sombra a más de cincuenta personas sentadas en semicírculo. Es habitual ver allí a músicos, a practicantes de yoga, a lectores solitarios, a madres con coches de bebé, o simplemente a quien busca perderse un rato del mundo. Algunos dicen que si te recuestas bajo él con los ojos cerrados, puedes escuchar el rumor de las raíces creciendo bajo tierra.
El ficus es un árbol que no se apura. Sus raíces, cuando no encuentran tierra suficiente, trepan, envuelven, cruzan, transforman. En algunos lugares, han quebrado el concreto. Pero más que una molestia urbana, eso es una lección: el ficus enseña que la vida encuentra camino incluso en lo duro, en lo aparentemente estéril. Cada grieta que produce no es un daño, sino una evidencia de su tenacidad.
Y no sólo en El Olivar han dejado su huella. A lo largo de avenidas limeñas como Salaverry, Javier Prado y algunas zonas de Miraflores y Barranco, los Ficus benjamina se alzan como testigos de una Lima que crece entre el concreto pero no renuncia a sus raíces verdes. Incluso hay quienes, inspirados por su fuerza, los plantan en patios interiores, en jardines de casas coloniales, como un gesto de conexión con algo más grande y duradero que ellos mismos.
Pero hay algo más. Algo intangible. Para muchos vecinos, los ficus del parque no sólo son árboles: son presencias. Algunos los saludan por su nombre, otros afirman que tienen personalidades distintas. Se dice que uno de ellos, justo en la entrada por la calle Los Olivos, es especialmente receptivo a la energía de los niños, y que quienes han llorado bajo su copa han salido de allí más livianos, como si el árbol hubiese absorbido parte de su pena.
En un mundo donde las ciudades se aceleran, se talan árboles para abrir espacio a autos, y el silencio se convierte en un lujo, los ficus de Lima representan resistencia y esperanza. Nos recuerdan que hay belleza en lo que crece despacio, en lo que echa raíces antes de alzarse, en lo que no tiene miedo de ocupar espacio. Son un recordatorio de que, incluso en medio de una urbe que a veces olvida mirar al cielo, todavía es posible levantar la vista… y encontrar allí, meciéndose con el viento, a un gigante verde que guarda silencio y da sombra.
Así seguirán creciendo, los ficus. Con paciencia, con dignidad. Como guardianes de lo invisible, como testigos del paso del tiempo. No necesitan decir nada. Basta con estar cerca de ellos para entender que su lenguaje no es el de las palabras, sino el de la permanencia.

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