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Los Hilos Invisibles

En una ciudad que parecía no dormir nunca, donde los relojes dictaban el paso del tiempo y el ruido cubría cualquier susurro del alma, hombres y mujeres caminaban con prisa, sin mirar, sin sentir. Todos parecían moverse en función de algo: un objetivo, un trabajo, una obligación. Y, sin embargo, por encima de ellos, más allá de lo tangible, existían energías sutiles, invisibles, que lo envolvían todo: la energía del amor, del afecto, del trabajo, de la colaboración, de la espiritualidad. Como ríos que cruzan el universo, siempre estaban disponibles, fluyendo en silencio, esperando ser tocadas.


Amaro, un joven arquitecto, vivía inmerso en la energía del trabajo. Diseñaba edificios eficientes, prácticos, perfectos. Su calendario estaba lleno, su mente activa, su teléfono vibrando siempre. Pero había una soledad en sus ojos que ni siquiera él reconocía.


Catalina, en cambio, era maestra de danza para niñas y niños en situación de vulnerabilidad. No ganaba mucho, pero cada vez que un niño sonreía, sentía que una chispa de luz se encendía en su pecho. Ella vivía en la energía del afecto, de la colaboración. Sabía escuchar. Sabía mirar a los ojos. Sabía tocar sin manos.

Una tarde cualquiera, en una clase abierta al público, Amaro pasó frente al centro cultural donde Catalina enseñaba. Escuchó risas. Música. Vio colores, movimiento, y algo dentro de él —algo olvidado— lo empujó a entrar.

Catalina lo notó de inmediato. No por su ropa elegante, ni por su mirada analítica, sino por el muro invisible que cargaba. Le sonrió con una ternura que no buscaba nada. Solo ofrecía. Y sin darse cuenta, Amaro se quedó. Primero mirando. Luego participando. Luego, simplemente sintiendo.

En otro rincón de la ciudad, Ismael, un empresario mayor, estaba enfermo. Había acumulado fortuna, propiedades, influencia. Pero no podía dormir. Soñaba con una voz que le decía: "No olvides tu alma."

Desesperado, un día decidió visitar a su hermano menor, Tomás, a quien no veía hace años por diferencias que el orgullo congeló. Tomás vivía en el campo, cultivando plantas medicinales y meditando al amanecer. Su casa era modesta, pero cada rincón tenía una calma que se respiraba como incienso.

Al verlo, Tomás no preguntó por qué venía. Solo lo abrazó. No había resentimiento, solo presencia. Esa noche, sin explicación lógica, Ismael durmió sin pesadillas por primera vez en meses. Había tocado la energía de la espiritualidad. No como doctrina, sino como estado del ser. Como apertura.


En la misma ciudad, en la misma realidad, otros caminaban sin ver, sin sentir. La energía del amor seguía allí, como una frecuencia de radio que podía sintonizarse, pero no todos sabían cómo. Algunos estaban tan encerrados en la lógica, en la prisa, en la competencia, que sus antenas interiores estaban apagadas.


Pero había algo curioso: cuando alguien se conectaba con una de esas energías —el afecto, la colaboración, la espiritualidad, el trabajo con propósito— irradiaba una frecuencia que empezaba a tocar a otros. Como una llama que enciende otra sin perder su fuego.


Así, la ciudad no cambió de un día para otro. No hubo revoluciones. No hubo anuncios. Pero en los rincones invisibles, los hilos sutiles del universo seguían tocando almas, conectando corazones, despertando conciencias. Porque las energías no esperan permiso. Solo esperan que alguien las escuche.


Y en el momento en que una persona dice —a mirar con amor, a colaborar, a entregarse al trabajo con sentido, a recordar su dimensión espiritual—, todo comienza a cambiar. Aunque el mundo no lo note. Aunque la ciudad no lo entienda.


Pero el universo sí.


Y eso basta.

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Pero hay que recordar en la vida que hay un positivo para cada negativo y un negativo para cada positivo
Anne Hathaway

Donde va tu atención, fluye la energía

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Lo que no te mata, te hace más fuerte

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Dios, pon tus palabras en mi boca
No clasifiques al mundial, gana el mundial
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Resiste la tentación de volver a la comodidad y pronto verás los frutos

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Margarita Pasos, Entrenadora Fortune 500

 

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