Raíces del Mundo en Tierra Chilena
- Santiago Toledo Ordoñez
- 12 may
- 3 Min. de lectura
Todo comenzó con Margaret Wilkinson, una inglesa de acento refinado, mirada curiosa y una energía que nunca envejecía. En los años sesenta, Margaret dejó las frías calles de Londres para cruzar el mundo con una beca de enseñanza. Su destino fue Chile, un país del que sabía poco más que su forma larga y angosta en el mapa. No esperaba encontrar el amor, pero entonces conoció a Ernesto Valderrama, un hombre chileno de campo con las manos curtidas por la tierra y el corazón abierto como el cielo de Atacama.
Se enamoraron entre clases de inglés y paseos por los viñedos. Su hijo, Arturo, nació escuchando tanto The Beatles como Violeta Parra. Aprendió a tomar té a las cinco y a tomar mate con los amigos. Desde niño entendió que su sangre no era de un solo origen, y eso lo hacía especial.
De adulto, Arturo se casó con Mei Lee, una chilena de ascendencia china, hija de inmigrantes cantoneses que habían abierto una tienda de abarrotes en Iquique. Mei era brillante, creativa y tenía el talento de unir culturas con sus recetas. Inventó el “chopai”, un pan chino con forma de sopaipilla, que se hizo famoso entre los vecinos.
Tuvieron dos hijos: Héctor y Catalina Valderrama-Lee. Ambos crecieron celebrando el Año Nuevo Chino y la Navidad con pan de pascua. Mezclaban acento chileno con palabras en cantonés y conocían las historias de sus abuelos como si fueran propias.
Catalina, la menor, se enamoró de Haruto, un japonés que vino a estudiar arquitectura y terminó diseñando casas antisísmicas en el sur. Haruto no entendía el chileno al principio (“¿cachai?” lo confundía), pero se adaptó rápidamente y encontró en Catalina su complemento perfecto. Tuvieron un hijo: Nico Haruto Valderrama, un niño de ojos rasgados, piel morena y una herencia tan rica que ni el colegio podía clasificarla.
En paralelo, Héctor se casó con Ernesto Jr., un tico (costarricense) amante del café fuerte y la naturaleza. Ernesto se adaptó bien a Santiago, aunque nunca dejó de decir “pura vida” cada vez que podía. En su casa se hablaba de volcanes ticos, terremotos chilenos y del amor por la tierra.
En las reuniones familiares también estaban los cuñados argentinos de Mei: Diego y Belén, dos hermanos que se tomaban el asado muy en serio y discutían con entusiasmo sobre política, fútbol y tango. Su acento cruzaba la cordillera y traía sabor a dulce de leche.
Y no podemos olvidar a la suegra neozelandesa de Arturo, Moana, una mujer que cantaba en maorí, usaba flores en el pelo y contaba historias de ballenas que hablaban. Cada vez que visitaba, se sentaba con Nico a tocar el ukelele y enseñarle palabras en te reo.
El sobrino Emiliano, de México, llegaba con sombreros, picante y un humor que contagiaba a todos. Cada vez que hablaba, la casa se llenaba de carcajadas y rancheras.
¿Chilenos? Sí. ¿Solamente chilenos? Jamás.
En esa casa en Ñuñoa, con olores de curry, ceviche y té negro, se tejía algo más grande que una familia. Eran el resumen de siglos de migraciones, de mezclas, de corazones abiertos a otras culturas. No eran 100% de ningún lugar, pero eran herederos de todos.
Decían “weón” y “che”, bailaban cueca y bachata, tomaban té inglés y comían sushi. En sus genes vivía el planeta entero.
Porque ser chileno no significa ser una sola cosa. Significa haber sido tocado por muchas culturas y elegir Chile como el lugar donde todo se entrelaza.

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