Él Zafiro y la Escritura de los Cielos
- Santiago Toledo Ordoñez
- 22 may
- 2 Min. de lectura
Antes del principio, cuando el tiempo aún era un susurro y no una línea, el universo era una vasta hoja en blanco sostenida por el aliento de lo Invisible. Sobre ese lienzo cósmico, los hilos del destino eran bordados por seres antiguos llamados Los Diseñadores del Cielo.
Ellos no construían con ladrillos ni con piedra, sino con geometrías invisibles, luz que canta, y símbolos que solo el alma puede leer. Cada estrella era una letra, cada constelación, un antiguo verso aún sin traducir. Pero el lenguaje más poderoso no estaba escrito con fuego… sino con silencio.
Entre todos los diseñadores, uno brillaba con una luz distinta: Zafiro, el Observador del Firmamento.
Zafiro no era como los demás. Mientras Kaliel trazaba órbitas y Saphira entonaba melodías siderales, Zafiro descendía a los límites donde el cielo toca la materia. Allí, en el umbral entre lo eterno y lo efímero, recogía los fragmentos de sueños que subían desde los mundos nacientes.
Zafiro era el único que podía leer ambos lenguajes: el del cielo y el del corazón humano.
Un día, mientras observaba las primeras civilizaciones despertar en una pequeña esfera azul —la Tierra—, Zafiro notó algo extraño: algunos humanos comenzaban a mirar hacia arriba no solo con los ojos, sino con preguntas. Esa fue la señal.
Entonces, Zafiro eligió un alma entre millones: Amaro, un niño nacido bajo una estrella sin nombre. Lo visitó en sueños, no como un ángel, sino como una voz que susurraba entre los árboles y se escondía en los reflejos del agua. Le enseñó que el cielo no era solo un techo de luces, sino un manuscrito sagrado, escrito por una inteligencia amorosa que deseaba ser leída.
Amaro creció y se convirtió en un caminante del mundo. Iba de aldea en aldea enseñando a mirar los cielos no como astronomía, sino como poesía viva. A cada persona le hablaba de una constelación que representaba su historia, de una estrella que respondía a sus dudas. Muchos lo creyeron loco. Otros lo siguieron. Pero todos, sin saberlo, comenzaban a recordar.
Zafiro lo acompañaba desde lo alto, escribiendo junto a él una nueva forma de vivir: una en la que cada acto era una palabra, cada decisión un trazo, cada vida un capítulo de la gran obra celestial.
En su último día en la Tierra, Amaro subió a una montaña donde el cielo parecía más cercano. Allí, sin pronunciar una palabra, alzó la mirada y vio cómo las nubes se alineaban en forma de letras antiguas. Comprendió, por fin, que él mismo había sido un mensaje.
Y en ese instante, Zafiro descendió una última vez, no como voz ni sombra, sino como un cuerpo hecho de luz azul profundo. Lo abrazó y lo llevó más allá de las formas, hacia el Lienzo del Cielo, donde Amaro escribiría ahora junto a él, ayudando a nuevos soñadores a recordar quiénes son.
Desde entonces, en las noches más claras, si sabes mirar, puedes ver un nuevo símbolo entre las estrellas: un zafiro encendido en la constelación del Corazón.

PD: yo no cree el color azul, ni lo zafiros, ni el cielo, ni los sentimientos, ni los afectos, ni los lenguajes
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