Atado por el "Amor"
- Santiago Toledo Ordoñez
- 10 feb
- 4 Min. de lectura
Desde el momento en que Daniel conoció a Camila, sintió que estaba ante una mujer extraordinaria. Tenía un carácter fuerte, una inteligencia deslumbrante y una confianza arrolladora que lo atrapó desde el primer instante. Ella irradiaba seguridad, sabía lo que quería y no tenía miedo de expresarlo.
Los primeros meses fueron un torbellino de emociones. Camila lo hacía sentir especial, único, el centro de su universo. Siempre estaba pendiente de él, le enviaba mensajes a cada hora preguntándole cómo estaba, si había comido, si se sentía bien. Sus atenciones eran constantes, casi como si su felicidad dependiera de la de él. Al principio, Daniel lo encontró tierno. Se sentía querido, protegido, incluso admirado.
—No quiero perderte nunca —le decía ella, abrazándolo con fuerza—. No quiero que nada ni nadie se interponga entre nosotros.
Daniel la miraba y se dejaba envolver por su intensidad. En su mente, tener una pareja que se preocupaba tanto por él era una bendición. Había estado en relaciones en las que se sentía poco valorado, donde no sentía reciprocidad, y ahora tenía a alguien que lo hacía su prioridad.
Sin embargo, poco a poco, la preocupación de Camila comenzó a transformarse en algo más.
Un día, mientras estaban en un café, Daniel revisó su teléfono y vio varios mensajes suyos sin responder. Había estado hablando con un viejo amigo y no se había dado cuenta de la cantidad de notificaciones.
—¿Por qué no me contestaste? —preguntó Camila, con una leve sonrisa en el rostro, pero con los ojos tensos.
—Estaba hablando con Rodrigo, no vi el celular.
Ella asintió, pero su sonrisa se desvaneció.
—Solo quiero saber en qué andas, amor. No quiero que haya secretos entre nosotros.
Daniel asintió, sin darle mayor importancia. No tenía nada que ocultar.
Con el tiempo, las preguntas se hicieron más frecuentes. Camila le preguntaba con quién hablaba, qué hacía cada minuto de su día y con quién pasaba su tiempo. Si salía con amigos, le pedía que le mandara fotos para "asegurarse" de que estaba bien. Si tenía reuniones de trabajo con alguna mujer, la conversación se volvía incómoda.
—Esa tal Valeria te mira raro, ¿te gusta?
—¿Quién es esa que comentó tu foto? Nunca la habías mencionado.
—¿Por qué saliste tan tarde del trabajo? Dijiste que terminabas a las seis.
Daniel intentaba calmarla, pero ella siempre encontraba una razón para sospechar. Si su teléfono vibraba, le pedía que le mostrara la pantalla. Si salía a hacer ejercicio, quería que le dijera a qué hora exacta regresaría. Si tenía un plan con sus amigos, de alguna forma, ella lograba hacer que sintiera culpa por no incluirla.
—No quiero que te alejes de tus amigos —decía con voz dulce—, pero me duele que prefieras estar con ellos en vez de conmigo.
Poco a poco, Daniel comenzó a modificar sus hábitos. Dejaba de hacer planes si sabía que eso la haría sentir mal. Evitaba responder mensajes de ciertas personas para no despertar sus celos. Se acostumbró a reportar cada detalle de su día, como si su vida necesitara ser aprobada antes de cada movimiento.
El amor se convirtió en una prisión invisible.
No había gritos, ni insultos, ni amenazas. Solo una presencia constante que lo envolvía y lo hacía sentir observado, evaluado. Al principio, pensaba que eran solo señales de amor, de una pareja que se preocupaba por él. Pero con el tiempo, esa preocupación se transformó en una sensación de asfixia.
Una tarde, en la oficina, conoció a Natalia. Era nueva en el equipo y le tocó trabajar en un proyecto con él. Desde el principio, sintió que la conversación con ella fluía con naturalidad. Natalia tenía una energía distinta, liviana, despreocupada.
—Se nota que amas lo que haces —le dijo ella en una ocasión, mientras revisaban unos informes—. ¿Siempre fuiste así de apasionado?
La pregunta lo tomó por sorpresa. Hacía mucho que nadie le preguntaba sobre lo que le gustaba, sobre lo que lo hacía vibrar. Su vida se había reducido a ser la sombra de Camila, a evitar problemas, a actuar con cuidado para no detonar sus inseguridades.
—Antes sí —respondió, casi sin pensarlo—. Ahora… no lo sé.
—Deberías hacer más cosas para ti —comentó Natalia, sin segundas intenciones—. La vida es más bonita cuando cada uno tiene su propio espacio.
Esa frase lo dejó pensando durante días. ¿Cuándo había dejado de tener su propio espacio? ¿Cuándo había permitido que su relación se convirtiera en un constante estado de alerta?
Esa noche, al llegar a casa, se dio cuenta de que no quería contarle a Camila sobre Natalia. No porque hubiese algo inapropiado, sino porque sabía que ella lo tomaría como una amenaza.
Cuando revisó su teléfono, vio varios mensajes de Camila.
—Amor, ¿ya llegaste?
—Dijiste que saldrías a las seis.
—¿Por qué no contestas? Me preocupas.
Respiró profundo. Sabía que si respondía de inmediato, tendría que explicar cada detalle de su día, justificar su tardanza, tranquilizarla. Y por primera vez en mucho tiempo, no quiso hacerlo.
Entonces entendió que el amor no debía sentirse como una jaula.
Los días siguientes fueron confusos. Intentó hablar con Camila, hacerle entender que necesitaba más espacio, pero cada intento terminaba en lágrimas, en reproches, en promesas de que cambiaría.
—No puedo vivir sin ti —le decía ella, con la voz temblorosa—. Si me dejas, me muero.
La culpa lo mantenía ahí. Pero en el fondo, sabía que no podía seguir así.
Un día, mientras Camila le exigía revisar sus mensajes “por seguridad”, Daniel sintió que algo dentro de él se rompía.
—No quiero vivir así, Camila —dijo con firmeza—. El amor no debería sentirse como una prisión.
Ella intentó convencerlo, le prometió cambiar, le juró que todo lo hacía porque lo amaba. Pero Daniel sabía que el amor no debía doler, ni asfixiar.
Tomó sus cosas y se fue.
El futuro era incierto, pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía respirar.
Y en ese respiro, supo que había tomado la decisión correcta.

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