El espejismo del amor perfecto
- Santiago Toledo Ordoñez
- 8 ene
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 25 ene
Había una vez una joven llamada Sofía que soñaba con encontrar el amor verdadero. En su corazón, tenía la convicción de que, en algún rincón del mundo, existía su "otra mitad", una persona destinada a llenar cada vacío de su vida y a hacerla feliz para siempre. Desde pequeña, se había alimentado de cuentos y películas que retrataban el amor como una chispa mágica que unía a dos almas de manera instantánea e irrefutable.
Un día, mientras caminaba por el parque, Sofía tropezó accidentalmente con un hombre llamado Andrés. Fue como en las historias que tanto había imaginado: sus ojos se encontraron, y ella sintió un cosquilleo inexplicable. Andrés era amable, atractivo y parecía entenderla sin que ella tuviera que decir mucho. En poco tiempo, comenzaron a salir, y Sofía estaba convencida de que él era "el elegido".
Sin embargo, a medida que pasaban los meses, la chispa inicial comenzó a desvanecerse. Las conversaciones que antes fluían con naturalidad ahora estaban llenas de silencios incómodos. Andrés, que al principio parecía perfecto, comenzó a mostrar hábitos y opiniones que a Sofía le resultaban irritantes. En lugar de comunicarse y trabajar en sus diferencias, Sofía se sintió desilusionada.
"Tal vez me equivoqué", pensaba. "Quizás Andrés no era el indicado después de todo".
Una noche, mientras lloraba en su habitación, recordó algo que su abuela solía decir con sabiduría:
—Mijita, el amor no es cuestión de suerte. Es como una planta: si no la riegas, se seca.
En ese momento, Sofía pensó en lo que había estado esperando del amor: la perfección instantánea, la facilidad, la ausencia de conflictos. Había puesto todas sus expectativas en Andrés, como si él fuera responsable de llenar cada vacío en su vida. Pero no había hecho ningún esfuerzo por conocerlo realmente ni por construir algo duradero entre ambos.
Con una nueva perspectiva, Sofía decidió hablar con Andrés. Le contó cómo se sentía y escuchó sus puntos de vista. Descubrió que, detrás de los pequeños desacuerdos, había un hombre dispuesto a crecer junto a ella, siempre y cuando ambos estuvieran dispuestos a trabajar por la relación.
Decidieron intentarlo nuevamente, esta vez con una actitud diferente. Sofía entendió que el amor no era algo que simplemente "sucedía" de manera mágica. Era como un jardín: necesitaba cuidado constante, paciencia y compromiso. Aunque Andrés no era perfecto, tampoco lo era ella. Aprendieron a aceptarse tal como eran, con sus fortalezas y debilidades, y a construir juntos una relación basada en el esfuerzo mutuo y el entendimiento.
El amor verdadero no es cuestión de suerte ni destino. Es un arte que se practica y se aprende, un acto consciente de dar y recibir. Como señala Erich Fromm, esperar que el amor sea fácil o que simplemente "nos pase" es una ilusión que nos aleja de la posibilidad de experimentar su verdadera profundidad y riqueza.

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