La Búsqueda de Elian
- Santiago Toledo Ordoñez
- 8 ene
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 19 ene
Elian siempre había crecido en una pequeña aldea rodeada de montañas, donde las tradiciones religiosas eran fuertes y las personas vivían sus vidas guiadas por normas dogmáticas. Desde pequeño, Elian había oído hablar de Dios como una figura distante, gobernante y castigadora. Cada oración, cada rito, parecía una obligación más que una expresión de amor genuino. Aunque respetaba las creencias de su comunidad, sentía en su interior una desconexión que no podía comprender completamente.
Un día, mientras paseaba por el bosque cercano, Elian se encontró con un anciano sentado bajo un árbol, aparentemente meditando en silencio. Intrigado, se acercó y, sin decir palabra, se sentó junto a él. El anciano lo miró con ojos profundos y, con una voz suave, le dijo:
—Buscas a Dios, pero aún no sabes cómo mirarlo.
Elian lo miró confundido, preguntando en su mente qué significaba esa frase. ¿No era Dios quien debía ser buscado a través de oraciones y rituales? ¿No era eso lo que le habían enseñado toda su vida?
El anciano continuó, como si pudiera leer sus pensamientos:
—El amor a Dios no es una carga ni una obligación. No se trata de rendirse a un ser superior por miedo o por culpa. El verdadero amor a lo divino es una relación de respeto profundo, una apertura hacia lo que trasciende, más allá de tus intereses egoístas. Dios no es un ser que exige sumisión; es el espacio donde tú y todo lo que te rodea encuentran unidad.
Elian sintió que esas palabras tocaban algo en su interior. El amor que había conocido hasta entonces era un amor condicionado, un amor en el que siempre había que temer la ira de Dios y obedecer reglas estrictas. Sin embargo, las palabras del anciano resonaron como un eco profundo, algo que despertaba en él una nueva forma de ver el mundo.
A lo largo de los días siguientes, Elian comenzó a explorar este nuevo concepto. Empezó a mirar a su alrededor con una nueva perspectiva, no buscando la perfección en las cosas, sino una conexión profunda con ellas. Sentía el amor en cada amanecer, en el susurro del viento entre los árboles, en las risas de los niños del pueblo, y en el abrazo de la tierra que lo sustentaba. Ya no veía a Dios como una figura distante, sino como una presencia que habitaba en todo lo que existía, que invitaba a la conexión, al entendimiento y al amor.
Una tarde, mientras caminaba solo por un campo abierto, Elian sintió una paz que nunca había experimentado. De repente, las palabras del anciano resonaron nuevamente en su corazón: *Dios es el espacio donde encuentras unidad*. Y fue entonces cuando comprendió que no necesitaba buscar un amor que fuera impuesto, sino un amor que naciera de la libertad de su ser, un amor que le permitiera trascender el miedo y la culpa, y que lo conectara con lo divino de una manera auténtica.
Elian comprendió que el amor a Dios no era un acto de sumisión, sino una danza entre la mente, el alma y el universo, un fluir hacia una comprensión más profunda de la vida misma. En ese momento, ya no se sentía desconectado. Ya no sentía que tenía que ganarse el amor de Dios a través de sus méritos, sino que lo llevaba dentro de sí, como un fuego que nunca se apaga.
Con esa nueva comprensión, Elian regresó a su pueblo. Su forma de orar había cambiado. Ya no buscaba respuestas externas, sino que comenzaba a escuchar el latido de la vida en cada momento. Y, aunque su vida exterior seguía siendo la misma, su interior había cambiado por completo. Había encontrado el amor verdadero, un amor que no dependía de nada ni de nadie, un amor que surgía de la conexión profunda con lo divino, libre de dogmas y llena de respeto y comprensión.
Elian había descubierto que, a través del amor a Dios, se abría un camino hacia la trascendencia, una relación de unidad con el todo, donde la verdadera paz y el amor podían florecer, no como una obligación, sino como una expresión genuina del ser. Y así, vivió el resto de sus días, llevando consigo ese amor en cada paso, sabiendo que el amor verdadero no necesita ser impuesto; simplemente, se vive.
En la historia de Elian, se refleja el concepto que Erich Fromm desarrolla sobre el amor a Dios, que no se basa en una relación dogmática o de sumisión, sino en una conexión profunda y respetuosa con lo divino. Desde el principio, Elian vive un amor a Dios condicionado por el miedo y la obligación, como le han enseñado en su comunidad. Sin embargo, al encontrarse con el anciano y escuchar sus palabras, comienza a cuestionar esa visión.
El anciano le enseña que el amor a Dios no es un acto de rendición por miedo o culpa, sino una relación abierta y sincera, basada en el respeto y la búsqueda de un propósito superior. Este cambio de perspectiva lleva a Elian a experimentar un amor hacia lo divino que surge de la libertad de su ser, un amor que no depende de reglas impuestas ni de expectativas egoístas.
A medida que Elian se adentra en esta comprensión, comienza a ver a Dios no como una figura distante y castigadora, sino como una presencia universal que habita en todas las cosas, invitando a la unidad y la trascendencia. Este tipo de amor a Dios, según Fromm, es liberador, ya que está libre de dogmas y no está centrado en la sumisión, sino en una búsqueda genuina de comprensión y conexión. Elian, al descubrir este amor auténtico, se siente más unido a la vida y al universo, reflejando así la idea de Fromm de que el amor a Dios es una forma de trascendencia y un entendimiento profundo de la vida.
La historia de Elian ejemplifica cómo el amor a Dios puede ser una relación libre de miedos, dogmas y culpas, una relación basada en el respeto, la unidad y la comprensión, alineándose con la visión de Erich Fromm en El arte de amar.

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