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La campana del templo

Actualizado: 25 ene

En un pequeño pueblo rodeado de montañas, había un templo antiguo conocido por su campana sagrada. La campana no era especialmente grande ni adornada, pero su sonido era legendario. Se decía que un solo toque podía calmar el alma más atribulada, trayendo claridad y paz. Sin embargo, la campana no podía ser tocada por cualquiera: solo aquel que estuviera en verdadero estado de concentración y armonía podía hacerla sonar.


El templo era visitado por personas de todas partes, pero la mayoría regresaba decepcionada al no poder escuchar el sonido. Algunos culpaban a la campana, diciendo que era solo un mito, mientras otros admitían que su mente estaba demasiado inquieta para intentarlo siquiera.


Un día, llegó al templo un joven llamado Anselmo. Había pasado los últimos años huyendo de su propia vida. Era un alma inquieta, siempre buscando algo que nunca encontraba. Cuando oyó hablar de la campana, pensó que quizás sería la respuesta a su vacío.


Al llegar, encontró al maestro del templo sentado bajo un árbol de hojas doradas. El anciano monje tenía una sonrisa serena y ojos que parecían contener siglos de sabiduría.


—Maestro, quiero tocar la campana —dijo Anselmo con firmeza.


El maestro lo miró en silencio por un momento antes de responder:


—¿Por qué quieres hacerlo?


—Porque necesito paz. Mi mente no se detiene, mis pensamientos me persiguen. Si el sonido de la campana puede calmar mi alma, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario.


El maestro asintió lentamente.


—Ven conmigo.


El anciano lo llevó a un pabellón detrás del templo, donde un cuenco de agua clara descansaba sobre una mesa de piedra.


—Mira el agua —le indicó el maestro.


Anselmo se inclinó sobre el cuenco. Al principio, vio su reflejo, pero pronto su mente comenzó a divagar: pensó en los errores que había cometido, en las palabras que nunca había dicho, en el futuro incierto que lo esperaba. Su mirada se tornó inquieta, y sin darse cuenta, comenzó a mover el agua con la mano.


El maestro, observándolo, tomó una piedra y la dejó caer en el cuenco. El agua se agitó, creando ondas que distorsionaron el reflejo.


—Así es tu mente ahora —dijo el maestro con calma—. Llena de movimientos y distracciones. Mientras no puedas dejarla en calma, la campana no responderá a tu toque.


Anselmo frunció el ceño.


—¿Cómo puedo calmarla?


—Con concentración —respondió el maestro—. No se trata de forzar el silencio, sino de aprender a escuchar.


Y así comenzó el entrenamiento de Anselmo.


Cada día, el joven se sentaba frente al cuenco de agua, observando su superficie. Al principio, no pasaban más de unos segundos antes de que su mente comenzara a vagar. Pensaba en los ruidos del bosque, en los murmullos de los monjes, en su propio deseo de éxito. Pero poco a poco, empezó a notar los detalles que antes ignoraba: el sonido del viento entre las hojas, el suave canto de los pájaros, el latido de su propio corazón.


Los días se convirtieron en semanas. Anselmo aprendió a sentarse en silencio, a respirar profundamente, a dejar que los pensamientos pasaran sin aferrarse a ellos. No fue fácil; había momentos en los que quería rendirse, en los que la impaciencia lo consumía. Pero cada vez que flaqueaba, el maestro le recordaba:


—La concentración no es un acto de fuerza, sino de entrega.


Finalmente, una mañana, el maestro lo llevó de nuevo a la campana.


—Estás listo —dijo.


Anselmo tomó el martillo con manos temblorosas. Cerró los ojos y respiró profundamente. Durante un instante, todo desapareció: sus preocupaciones, sus expectativas, incluso su deseo de éxito. Solo estaba él y la campana.


Cuando golpeó, el sonido que emergió no fue solo un ruido. Fue un eco profundo, vibrante, que llenó el aire y pareció extenderse más allá de las montañas. Anselmo sintió que el sonido resonaba dentro de él, como si su propia alma estuviera respondiendo al llamado.


Abrió los ojos y vio al maestro sonriendo.


—¿Lo oyes ahora? —preguntó el anciano.


Anselmo asintió.


—No es la campana lo que ha cambiado —dijo el maestro—. Es tu capacidad de escucharla.


Desde ese día, Anselmo permaneció en el templo, enseñando a otros lo que había aprendido. Descubrió que la verdadera paz no estaba en el sonido de la campana, sino en la atención que uno era capaz de dar al momento presente. Con el tiempo, ayudó a muchas personas a encontrar su propio estado de concentración, transformando vidas con la simple pero poderosa lección de escuchar con el corazón.


Y así, la campana del templo continuó sonando, no porque fuera mágica, sino porque enseñaba a quienes la buscaban a serlo ellos mismos.

En el primer capítulo de El arte de amar, Erich Fromm enfatiza que la concentración es una cualidad esencial para amar verdaderamente, ya que implica estar plenamente presente y atento, tanto a uno mismo como al otro. En esta historia, la búsqueda de Anselmo por hacer sonar la campana refleja esta idea: no basta con el deseo o la intención superficial, sino que es necesario desarrollar la capacidad de estar en el momento presente, dejando de lado las distracciones internas. Tal como Fromm señala, la concentración requiere disciplina, paciencia y entrega, y es solo a través de este estado que Anselmo logra escuchar el sonido puro de la campana, del mismo modo en que el amor auténtico surge cuando se logra una conexión profunda y consciente con el ser amado.


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