La Llama de la Purificación
- Santiago Toledo Ordoñez
- 3 feb
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 3 feb
El mundo se encontraba sumido en una penumbra silenciosa. No era una oscuridad física, sino una sombra que había crecido en los corazones de los hombres. El odio, la desesperanza y la codicia habían contaminado la energía del planeta. Las guerras no eran solo entre naciones, sino en el interior de cada individuo. Se había perdido la conexión con la naturaleza y con el propósito más elevado de la humanidad. El aire pesaba con el rencor acumulado, los ríos fluían con lágrimas de tristeza y la tierra temblaba bajo el peso de la negatividad.
En medio de este caos, una antigua profecía hablaba de la Llama de la Purificación, una energía sagrada que podía disipar la corrupción y restaurar el equilibrio en el mundo. Se decía que esta llama ardía en un santuario oculto en las montañas sagradas, un lugar solo accesible para aquellos de corazón puro y voluntad inquebrantable. Durante siglos, nadie había conseguido alcanzarla.
Fue entonces cuando nació Aarón, un joven con una luz especial en su interior. Desde pequeño, él podía sentir la tristeza de los demás como si fuera propia y, con solo su presencia, lograba calmar los corazones más atormentados. Sin embargo, el mundo se había vuelto demasiado oscuro, y su don no era suficiente para detener la ola de negatividad que consumía a la humanidad.
Una noche, tuvo un sueño en el que una voz profunda y serena le susurraba: "La llama te espera. Solo quien camine con amor podrá despertarla". Al despertar, supo que debía emprender el viaje hacia el santuario. Sin dudarlo, se preparó y partió antes del amanecer.
El camino no era fácil. Atravesó bosques donde los árboles susurraban lamentos de tiempos antiguos, cruzó ríos donde las aguas reflejaban el dolor de la humanidad y subió montañas donde el viento traía consigo las voces de aquellos que habían perdido la esperanza. En su trayecto, se encontró con tres guardianes que ponían a prueba su espíritu.
El primero era el Guardián del Miedo. Con su imponente figura y su voz atronadora, trató de sembrar el terror en su corazón. Le mostró visiones de la desesperación que reinaba en el mundo, susurrándole que su misión era inútil. Pero Aarón, con el corazón firme, respondió: "El miedo solo tiene poder cuando le damos espacio en nuestro interior. Yo elijo la fe". Con esas palabras, la figura del guardián se desvaneció, dejando tras de sí un sendero iluminado.
El segundo era el Guardián de la Duda. Se presentó en forma de un anciano sabio que le cuestionó su propósito. "¿Y si no eres digno? ¿Y si fracasas? ¿Cómo puedes estar seguro de que tu luz es suficiente?" Aarón escuchó con atención, pero en su interior halló la respuesta: "No es la certeza lo que me guía, sino el amor. No necesito saberlo todo, solo avanzar con confianza". Al pronunciar estas palabras, el anciano sonrió y desapareció, abriendo paso a la siguiente prueba.
El tercero era el Guardián del Rencor. Este no le habló, sino que le mostró recuerdos de su pasado, momentos en los que fue traicionado y herido. Intentó encender en él la ira y la venganza. Aarón, con lágrimas en los ojos, se arrodilló y susurró: "Te perdono. No porque los demás lo merezcan, sino porque mi alma no puede cargar con este peso". En ese instante, el guardián se disipó y el camino al santuario quedó despejado.
Al llegar, encontró un altar de piedra con una pequeña llama que apenas brillaba. Se arrodilló frente a ella y, con el corazón abierto, ofreció su propia energía, su amor y su compasión. La llama, al sentir su sinceridad, creció con intensidad, convirtiéndose en un torrente de luz que se expandió por el mundo.
Allí donde la llama tocaba, el odio se transformaba en comprensión, la tristeza en esperanza y la ira en perdón. La humanidad sintió el cambio en lo más profundo de su ser y poco a poco, el mundo comenzó a sanar. No fue un cambio instantáneo, pero sí imparable.
Desde aquel día, la Llama de la Purificación no solo ardió en el santuario, sino en el corazón de quienes elegían el amor sobre el miedo. Aarón comprendió que la verdadera transformación no venía de una magia antigua, sino de la decisión de cada alma de abrazar la luz.
Y así, el mundo renació.

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