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La semilla del amor

Actualizado: 19 ene

Alejandra se acomodó en una banca del parque, sosteniendo entre sus manos un libro que le había recomendado una amiga. Se trataba de El arte de amar de Erich Fromm. Esa mañana, mientras leía el primer capítulo, una frase se le había quedado grabada: “Las relaciones amorosas no florecen de la noche a la mañana; requieren tiempo para crecer y fortalecerse”. Las palabras resonaban en su mente como un eco, especialmente porque hacía meses que conocía a Martín, un hombre que había aparecido en su vida de forma inesperada y que, sin darse cuenta, había empezado a ocupar un lugar importante en su corazón.


Martín no era como los hombres que Alejandra había conocido antes. En lugar de deslumbrarla con palabras grandilocuentes o gestos llamativos, su encanto residía en los pequeños detalles: el modo en que escuchaba con atención, el brillo de su mirada cuando hablaban de cosas simples y cotidianas, la manera en que siempre hacía una pausa antes de responder, como si midiera cada palabra con cuidado. Sin embargo, esa calma también traía consigo incertidumbre. Alejandra, acostumbrada a las emociones intensas e inmediatas, sentía que la conexión entre ellos crecía con la lentitud de una planta que apenas empieza a brotar.


Al principio, esto la frustraba. En un mundo donde todo parecía acelerado y fácil de obtener, desde comida hasta amistades virtuales, la relación con Martín se sentía como un rompecabezas sin instrucciones claras. A menudo se preguntaba si él sentía lo mismo que ella. “¿Por qué no es más directo?”, se cuestionaba. Pero entonces recordaba las palabras de Fromm: el amor es un arte que requiere práctica, paciencia y dedicación.


Decidida a comprender mejor este concepto, Alejandra comenzó a observar su relación desde otra perspectiva. ¿Por qué tenía tanta prisa? ¿Acaso no disfrutaba de cada momento que pasaba con Martín? Cada conversación, cada paseo juntos, cada sonrisa compartida era como un pequeño acto de siembra. Y, al igual que un jardinero sabe que las flores no aparecen de inmediato, Alejandra entendió que el amor no se trata de llegar rápido a una meta, sino de disfrutar el proceso de cultivarlo.


Con el tiempo, su conexión comenzó a profundizarse. Había días luminosos, como aquellos en los que paseaban por la ciudad y descubrían rincones nuevos, o en los que se quedaban hablando hasta altas horas de la noche sobre sus sueños y miedos. Pero también había días nublados, momentos de duda y malentendidos. Alejandra descubrió que en esos días oscuros radicaba la verdadera prueba del amor. Era fácil sentirse cerca de alguien cuando todo iba bien, pero ¿qué pasaba cuando surgían diferencias o silencios incómodos?


En uno de esos días grises, Alejandra decidió llevar a Martín al parque donde solía leer. Era un lugar tranquilo, rodeado de árboles y flores que, dependiendo de la estación, llenaban el aire con aromas dulces. Mientras caminaban, se detuvieron frente a un rosal que aún no tenía flores. Alejandra comentó en voz alta, más para sí misma que para Martín:


—Parece que este rosal está tardando en florecer.


Martín, que tenía un conocimiento curioso sobre plantas, respondió:


—Los rosales suelen tardar meses en dar flores. Pero, cuando lo hacen, son hermosas. Es como si todo el tiempo de espera valiera la pena.


Las palabras de Martín resonaron en el corazón de Alejandra. En ese momento, entendió que su relación no estaba destinada a ser un torbellino de emociones instantáneas, sino un proceso lento y enriquecedor. Martín, sin saberlo, le había dado la respuesta que llevaba semanas buscando.


A partir de ese día, ambos comenzaron a dedicar más tiempo a su conexión, pero sin prisa ni expectativas rígidas. Alejandra aprendió a valorar los pequeños gestos: el café que Martín le llevaba cuando sabía que estaba cansada, las caminatas silenciosas en las que no hacían falta palabras, y las noches en las que él le hablaba de sus propios miedos e inseguridades. Cada momento era un ladrillo más en los cimientos de algo que ambos estaban construyendo juntos.


Con el paso de los meses, su relación floreció de una manera que Alejandra nunca había experimentado antes. No fue un amor explosivo ni dramático, sino uno tranquilo y profundo, como las raíces de un árbol que se extienden lentamente bajo la tierra. Desde afuera, otros podrían pensar que fue algo natural, pero Alejandra sabía la verdad: ese amor era el resultado de paciencia, trabajo mutuo y el compromiso de cuidar lo que ambos habían sembrado.


Una tarde, mientras paseaban nuevamente por el parque, notaron que el rosal que habían visto meses atrás estaba en plena floración. Alejandra lo señaló y, sonriendo, le dijo a Martín:


—Tienes razón. La espera siempre vale la pena.


Martín le tomó la mano y, con una mirada serena, respondió:


—Igual que nosotros.


Para Alejandra, ese momento encapsuló todo lo que había aprendido en el último año: el amor no era una meta a alcanzar, sino un viaje que se disfruta paso a paso. Y mientras caminaban juntos hacia el atardecer, supo que lo que habían construido era más fuerte que cualquier pasión efímera. Era un amor que, como el arte, se había perfeccionado con tiempo, esfuerzo y paciencia.


En el primer capítulo de El arte de amar, Erich Fromm sostiene que el amor, como cualquier arte, no es una habilidad que se pueda dominar de inmediato, sino que requiere tiempo, dedicación y paciencia. Fromm explica que la mayoría de las personas buscan el amor como si fuera un objetivo que se alcanza rápidamente, pero lo cierto es que, al igual que un pintor que se toma años para perfeccionar su obra, el amor auténtico se construye paso a paso, superando desafíos y aprendiendo de cada experiencia. Esta idea de paciencia es clave en el proceso de cultivar una relación profunda y duradera. En el caso de Alejandra y Martín, su conexión no fue un estallido repentino, sino una floración lenta que requirió aceptación mutua, espacio para el error y la disposición de crecer juntos con el tiempo. La relación, al igual que el rosal que observaron en el parque, floreció cuando ambos entendieron que, para que el amor se desarrolle plenamente, es necesario dejarlo crecer sin forzarlo, respetando su propio ritmo natural.


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