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Padres del Corazón: El Camino de la Regulación Emocional

Actualizado: 19 ene

En una tranquila ciudad rodeada de montañas y bosques, vivían Sofía y Hugo, una pareja que, sin saberlo, se convertiría en un ejemplo para muchos de lo que significa ser padres emocionalmente regulados. En una sociedad que, por un lado, valoraba la libertad sin límites y, por otro, la obediencia estricta, Sofía y Hugo encontraron un equilibrio que les permitió criar a sus hijos en un ambiente de seguridad emocional y crecimiento.


Sofía y Hugo habían crecido en hogares con enfoques muy diferentes. Sofía había sido hija de padres muy protectores, que se preocupaban mucho por sus emociones y siempre trataban de evitar cualquier tipo de conflicto. Aunque sus intenciones eran buenas, Sofía a menudo sentía que no se le enseñaba a manejar las dificultades emocionales de la vida, ya que sus padres tendían a evitar que experimentara cualquier malestar. Hugo, en cambio, había crecido en un hogar donde las emociones eran vistas como signos de debilidad, y las expresiones de frustración o tristeza eran minimizadas o ignoradas. Esta falta de conexión emocional le había dejado una sensación de vacío que, con los años, aprendió a llenar por sí mismo.


Cuando Sofía y Hugo se conocieron y decidieron formar una familia, sabían que querían algo diferente. No querían ser ni padres permisivos, que cederían ante cualquier capricho de sus hijos, ni padres indiferentes, que se desentendieran de las necesidades emocionales de sus pequeños. Querían ser padres emocionalmente regulados, capaces de enseñar a sus hijos a comprender y manejar sus emociones de manera saludable, mientras les ofrecían un entorno de firmeza y apoyo.


La clave, para ellos, era la regulación emocional: poder mantener un equilibrio interno, incluso cuando las emociones se desbordaran. Sofía y Hugo sabían que los niños, al igual que los adultos, experimentan todo un abanico de emociones, y que la clave no era evitar que las sintieran, sino enseñarles a gestionarlas. Por eso, cuando sus hijos, Laura y Tomás, pasaban por momentos de frustración o enojo, Sofía y Hugo no se apresuraban a tranquilizarlos con soluciones rápidas ni a imponer castigos severos. En lugar de eso, les ofrecían espacio para sentir lo que sentían, mientras les enseñaban cómo canalizar esas emociones de manera constructiva.


Una tarde, Laura, su hija de 7 años, llegó a casa visiblemente molesta. Había tenido un desacuerdo con su mejor amiga en la escuela, y sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y rabia. En lugar de decirle "No tienes por qué estar tan enojada" o intentar darle una solución inmediata, Sofía se arrodilló a su altura y la miró con comprensión.


"¿Qué pasó, hija?" le preguntó suavemente.


Laura, con el ceño fruncido, comenzó a contarle sobre la discusión. En lugar de intervenir con una corrección, Sofía se limitó a escucharla, permitiéndole procesar sus sentimientos. Después de un rato, Sofía le preguntó: "¿Cómo te gustaría que fuera la situación? ¿Qué podrías hacer ahora para sentirte mejor?"


Este enfoque no era un simple juego de palabras; era una invitación a que Laura aprendiera a reconocer sus emociones y a buscar maneras de manejarlas sin dejarse consumir por ellas. Sofía no estaba siendo permisiva al dejar que Laura sintiera su enojo, ni indiferente al no prestarle atención. La escuchaba y le ofrecía herramientas para regular su respuesta emocional, sin invalidar lo que sentía.


Tomás, su hijo de 10 años, era un poco más impulsivo. A menudo, sus emociones estallaban con fuerza, especialmente cuando no conseguía lo que quería o cuando algo no salía como esperaba. Una tarde, al llegar a casa después de una partida de fútbol, Tomás comenzó a gritar y a patear la puerta de su habitación, frustrado por haber perdido el partido. Hugo, su padre, al escuchar el ruido, se acercó con calma.


"Tomás," dijo con voz serena, "entiendo que estás enojado, pero golpear las cosas no te va a ayudar a sentirte mejor. Vamos a hablar sobre eso."


Hugo no intentó disminuir la intensidad del enojo de su hijo, ni trató de calmarlo de inmediato. En cambio, le dio espacio para expresar su frustración, pero también le enseñó que había formas más saludables de canalizar esa energía. "Cuando estás enojado, ¿qué puedes hacer para liberar esa energía sin hacerle daño a algo o a alguien?"


Con el tiempo, Tomás aprendió que su enojo no tenía que controlarlo, pero sí podía decidir cómo manejarlo. Hugo y Sofía estaban allí para guiarlo, pero siempre desde un lugar de firmeza y amor, enseñándole a regular sus emociones sin reprimirlas.


El enfoque de Sofía y Hugo no se basaba en evitar los conflictos ni en ser complacientes con sus hijos, sino en enseñarles cómo manejarlos. Al principio, sus hijos no siempre entendían las lecciones, pero con el tiempo, aprendieron a aplicar esas herramientas en su vida diaria. No se trataba de una educación rígida ni de darles todo lo que querían; se trataba de educarlos para que fueran emocionalmente competentes, capaces de comprender sus propias emociones y las de los demás, y de tomar decisiones basadas en esa comprensión.


Con el paso de los años, Laura y Tomás crecieron siendo adultos emocionalmente regulados. En sus relaciones, ya fuera con amigos, parejas o compañeros de trabajo, sabían cómo expresar sus emociones de manera abierta y saludable, pero también cómo establecer límites y tomar decisiones de forma reflexiva.


Sofía y Hugo, mientras tanto, siguieron enseñando con el ejemplo. La regulación emocional que ellos practicaban en su hogar no solo los hacía mejores padres, sino también mejores personas. En lugar de ser autoritarios o indulgentes, eran padres que guiaban a sus hijos a través de la comprensión, el respeto y el amor, creando un hogar en el que las emociones eran bienvenidas, pero también gestionadas con sabiduría.


Así, Sofía y Hugo demostraron que ser padres autorizados no significa ser perfectos ni evitar las emociones difíciles, sino acompañar a sus hijos en su proceso de crecimiento emocional, brindándoles las herramientas para que pudieran enfrentar el mundo con resiliencia, empatía y autoconocimiento.




La historia tiene un fin literario, más allá de sus eventos y personajes. Busca trascender el simple relato para invitar a la reflexión profunda sobre la condición humana, las emociones y el crecimiento personal. Cada palabra, cada giro narrativo, está diseñado para provocar una conexión emocional que permita al lector no solo seguir el hilo de la trama, sino también explorar su propia alma y entender mejor su lugar en el mundo. Es un viaje literario, no solo hacia el corazón de los personajes, sino también hacia el corazón de quien lee.


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