Rituales Ancestrales: La Magia del Machitún y Nguillatun para Sanar y Prosperar
- Santiago Toledo Ordoñez
- 29 dic 2024
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 25 ene
Hace mucho tiempo, en un rincón sagrado del sur de Chile, donde los árboles altos susurraban historias ancestrales al viento y las montañas parecían guardar los secretos del tiempo, la comunidad mapuche se preparaba para un momento crucial del ciclo de la vida: el Machitún y el Nguillatun.
En una pequeña aldea, vivía una joven machi llamada Antü, que había sido elegida por los espíritus para guiar a su gente en los momentos de mayor necesidad. Antü, con su corazón lleno de sabiduría ancestral, sabía que su rol no era solo curar cuerpos, sino también sanar espíritus y equilibrar el mundo que la rodeaba. Cada año, cuando la luna llena iluminaba el cielo, la comunidad se reunía para rendir homenaje a los espíritus y a la naturaleza a través de los rituales sagrados.
El Machitún era el primer ritual que Antü realizaba. En él, la machi invocaba a los espíritus para curar a los enfermos, restaurar el equilibrio y alejar las energías negativas. Aquella noche, Antü se retiró al bosque, donde la oscuridad era más profunda, y comenzó a tocar su cultrún, el tambor sagrado, mientras las estrellas titilaban en el cielo. Los sonidos del tambor resonaban en el aire, como un eco que atravesaba el tiempo, y el viento traía consigo los susurros de los ancestros. Con cada golpe del cultrún, Antü sentía cómo las energías de la tierra y el cosmos se alineaban, y el dolor de su gente comenzaba a desvanecerse. Los enfermos, que se habían reunido alrededor del fuego, empezaron a sentir un alivio profundo, como si una fuerza invisible estuviera sanando sus corazones y cuerpos.
Días después, el Nguillatun llegó, una ceremonia que la comunidad esperaba con fervor. Este ritual no era para sanar, sino para agradecer a los espíritus y pedir por la prosperidad. Todos los miembros del pueblo se reunieron en la plaza, donde el fuego sagrado ya estaba encendido. El olor a hierbas y flores sagradas llenaba el aire, mientras las ofrendas de alimentos eran entregadas a la tierra. Antü, de pie frente a la comunidad, levantó sus manos al cielo y comenzó a recitar las palabras que los ancestros le habían enseñado. "Pewma wünüñ," decía, "que el sol nunca falte en nuestra tierra, que la lluvia llegue cuando más la necesitemos, y que nuestros corazones sigan siendo fuertes."
La comunidad, con los ojos brillando de esperanza, acompañaba a la machi en cada palabra. Los niños danzaban alrededor del fuego, mientras los adultos cantaban y ofrecían sus oraciones. La conexión con la naturaleza y los espíritus era tan profunda que todos sentían la presencia de los ancestros entre ellos, guiándolos y protegiéndolos. La machi, con su corazón lleno de gratitud, sabía que este ritual no solo era una petición, sino un recordatorio de que la vida misma era un regalo que debía ser respetado y cuidado.
Esa noche, el cielo brilló más que nunca. El sol había sido agradecido por su regreso, y la tierra se preparaba para un nuevo ciclo de cosechas. En cada rincón del pueblo, la gente sentía que el equilibrio había sido restaurado, que la energía de los espíritus y la naturaleza fluía nuevamente a través de ellos.
El Machitún y el Nguillatun habían cumplido su propósito, y con ellos, la comunidad mapuche renovó su fuerza, su sabiduría y su conexión con la tierra. La machi Antü sabía que estos rituales eran más que ceremonias: eran la esencia misma de la vida, un recordatorio de que, en el universo, todo está interconectado, y que la sanación y la prosperidad solo pueden existir cuando se respeta y se honra esa relación sagrada con la naturaleza y los espíritus.
A través de estas tradiciones, la comunidad mapuche mantenía vivo el legado de sus ancestros, guiándose por la sabiduría de los antiguos y caminando juntos hacia el futuro con esperanza y gratitud.

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